Queridos amigos:
Todos aprendimos en algún lejano libro escolar las discusiones de Galileo con los inquisidores. Galileo acababa de descubrir los satélites de Júpiter y pretendía que sus jueces comprobaran su existencia por sí mismos, mirándolos por el telescopio. El problema es que la bóveda celeste era sólida, y casi con certeza de cristal. Si Júpiter tenía satélites, esas lunas, para girar en torno del planeta, tenían que perforar el cielo en múltiples lugares. Pero el cielo, morada física de Dios, era perfecto. Luego, no podía tener agujeros, y si el telescopio los mostraba había que preguntarse: ¿para qué queremos un aparato que contradice las Sagradas Escrituras?
En última instancia, ese inaccesible planeta no le importaba nadie. Se trataba de una cuestión de poder. En este caso, del poder de dictaminar qué cosas son ciertas y cuáles son falsas e imponer esa visión al conjunto de la sociedad.
La repetición incesante de esta anécdota se hacía con un propósito didáctico: antes se le decía a la gente lo que tenía que pensar y después del Renacimiento comenzamos a pensar por nosotros mismos.
Pero una mirada del lado de adentro de la ciencia contemporánea nos lleva a relativizar esas afirmaciones tan contundentes. Entre nosotros sigue habiendo prejuicios arraigados y siguen existiendo estructuras de poder que se guían por certezas no siempre sólidas. La historia que hoy les traigo tiene que ver con los condicionamientos que nos imponen esas certezas.
Los dueños del saber habían dictaminado que los animales muy pequeños nunca se alejaban del lugar en el que habían nacido para seguir un camino preciso. Teníamos migraciones estacionales de bisontes, golondrinas y salmones. Y teníamos las grandes mangas de langostas llevadas por el viento, pero nadie consideraba posible la migración de las mariposas.
Foto: Ricardo Barbieri |
En realidad, nadie con poder en el mundo científico. El novelista Vladimir Nabokov había observado semejanzas entre especies de mariposas de distintos continentes que sólo se explicarían suponiendo que hubieran viajado de un sitio a otro. Pero Nabokov no pertenecía a la élite académica sino que era sólo un aficionado, lo que significaba que no había ningún motivo para tener en cuenta lo que descubriera, más allá de las evidencias que presentara.
No estamos tan lejos de esa forma de pensar. Aún no nos dimos cuenta de que los aficionados pueden ser un desprejuiciado control externo de lo que investigamos.
Por Antonio Elio Brailovsky.
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