Las cartas que se cruzaron el gobernador Daniel Scioli y el
jefe de gobierno Mauricio Macri echándose culpas mutuamente por la basura -así
como el extrañamente veloz acuerdo que alcanzaron en una módica reunión-
desnudan una tendencia que, como decía Einstein, impide la solución: suponer
que con los mismos métodos con que se llegó a este fracaso se puede alcanzar
algún éxito.
Scioli (la provincia) le reclama a Macri (la ciudad)
que cumpla con su ley de basura cero y reduzca notoriamente la cantidad
de residuos que se destinan a rellenos sanitarios situados en el conurbano y
que, además de contaminar y generar una dura resistencia social, están en el
final de su vida útil. Le solicita al gobierno porteño que por algún pase
mágico las 6500 toneladas de basura (más de dos kilos por persona por día) se
conviertan en menos, pero admitiendo que esas toneladas menos sigan alimentando
rellenos sanitarios del Gran Buenos Aires, administrados por el Ceamse.
Macri (la ciudad) le demanda a Scioli (la provincia) por el
incumplimiento de un convenio firmado hace cuatro años por el cual el gobierno
porteño financiaría dos rellenos sanitarios en el Gran Buenos Aires,
operados por la Ceamse. Al comienzo de su gestión, Scioli intentó hallar algún
sitio en que la resistencia al relleno sanitario no se convirtiera en una
pueblada. No lo consiguió.
Ahora ambos, impulsados por la Ceamse, administrador por ley
de la dictadura de la basura producida por la Capital y una larga veintena de
partidos del área metropolitana, apenas aspiran a comprar bastante
tiempo bajo la forma de una “solución” al problema.
Se trata de convencer al gobierno nacional para que ceda
tierras de Campo de Mayo, linderas al único y gastado relleno sanitario que aún
subiste, y se mantenga la lógica de enterrar la basura. Es
decir, se continúe con el mismo sistema que funciona desde hace treinta
años y que, a todas luces, ha fracasado.
Los cierres de los rellenos de Villa Domínico y Ensenada,
por orden judicial emanada de informes acerca de la contaminación del aire, el
agua y el suelo, son muestra cabal del escaso apego ambiental de este
sistema de enterramiento.
En la reunión cumbre, Macri comprometió una reducción de su
basura del 78 por ciento (sorprende la exactitud) en dos años. Desde 2004 rige
en Buenos Aires la Ley de Basura Cero, que imponía para 2010 una reducción a la
mitad del millón y medio de toneladas de 2004 y del 70 por ciento para 2012. En
2012 los porteños enviaron a los rellenos sanitarios el doble de 2004.
¿Cómo hará Macri para, en dos años, superar lo que no
cumplió en cinco? ¿Y cómo se compatibiliza ese compromiso con el insistente -y
no cesado- reclamo de “más tierras” para más rellenos en el conurbano?
Lo primero que cruje en todo este panorama es el atraso
de la concepción acerca del tratamiento de la basura. El Ceamse nació al
influjo a la dictadura con un paradigma propio de la época: la basura era un
desperdicio que se debe eliminar.
En el mundo actual, el tratamiento de residuos responde a un
paradigma propio de la sustentabilidad: la basura es un bien del que se
puede -y se debe- recuperar valor. Ese “valor” no sólo se debe capturar
mediante el tan meneado reciclaje (“una herramienta y no un concepto”, aclara
el experto colombiano Antonio Boada Ortiz), por el cual en el mejor de los casos
y gracias a ingentes subsidios en la comercialización puede recuperarse un
veinte por ciento del total de la basura.
Recuperar valor supone, como lo hará la planta de
tratamiento licitada por la Municipalidad de La Plata para la región Capital de
la provincia de Buenos Aires, convertir la fracción orgánica (restos de
comida) en abono para agricultura o en biogás, producir un combustible con
la fracción inorgánica de alto poder calorífico para reemplazar carbón en
usinas térmicas u hornos de cementeras, rellenar canteras abandonadas con
material inorgánico inerte, además de reciclar. O sea, sin relleno
sanitario.
Si bien el problema de la basura aqueja al área
metropolitana en su conjunto, es necio negar los límites jurisdiccionales y las
realidades sociales y económicas asociadas a esos límites.
En septiembre de este año, la ciudad de Buenos Aires -con
tres millones de habitantes- derivó al relleno de Norte III 182.000 toneladas
de basura. Treinta distritos del conurbano -con más de diez millones de habitantes-
llevaron “sólo” una vez y media esa cantidad: 300.000 toneladas.
¿Es justo que el conurbano sostenga esa asimetría aun cuando
haya un par de millones que todos los días van a la ciudad y “producen” basura?
La idea originaria de los militares era “limpiar” la Capital
y llevar la basura allí donde, en terrenos anegadizos, sólo podían
vivir los pobres. La explicación era que la ciudad no tenía terrenos
suficientes para enterrar su basura.
Hoy, con la tecnología vigente, esa explicación es excusa y,
además, falsa: en un predio de cinco hectáreas se puede montar una
instalación que trate -con un rechazo final de no más del veinte por ciento-
unas mil toneladas diarias.
También está la excusa de que es cara la inversión :
lógicamente es más barato pagar por llevarle la basura a otro y contar con el
“subsidio” que supone ocultar el costo ambiental que para Avellaneda o
Ensenada, por ejemplo, significan las tierras contaminadas de los rellenos
sanitarios.
El problema de la basura se ha convertido en un asunto político
que, a medida que sigue sin solución, puede conducir a una crisis
institucional.
Es, como todo asunto de política pública, algo que resuelve
la política. Pero, como siempre sucede pero esta vez es más nítido, debe
hacerlo con solvencia técnica y con ideas y paradigmas nuevos. Y eso
parece que escasea.
Por Sergio Federovisky
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