Cuento original de Ricardo Barbieri
- Rojas - dijo la maestra, con el tono que generalmente nos anticipa que la paciencia, esta a punto de acabarse.
- Mañana sin falta quiero hablar con tu papá – Francisco volvió a sufrir en él estomago esa extraña sensación de vacío, que sentía cada vez que alguien lo obligaba a abandonar drásticamente sus ensoñaciones. Desde hacia un tiempo, Francisco andaba como distraído.
Todo comenzó una soleada tarde de verano cuando el abuelo, sentado junto al pino de la huerta, rompió por un momento el pacto que tenía hecho con el silencio, y le dijo que él, Pedro Pablo Rojas había visto a los tigres. Después, volvió a sumirse en su eterno mutismo.
El papá se puso muy tenso cuando Francisco le contó que el abuelo había hablado. Es probable que no le haya creído. Pero cuando escucho lo de los Tigres se fue sin saludar.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el papá volvió a explicarle a Francisco, usando el mismo tono que utilizaba la señorita Margarita, para explicar el 25 de Mayo, que el abuelo hacia muchísimos años que no hablaba y que era muy probable que nunca más lo hiciera. Respecto a los tigres, le pidió que simplemente olvidara el tema.
Pero Francisco no olvidó. Noche tras noche soñó con tigres. Las imágenes soñadas fueron perfeccionándose hasta ser muy nítidas, vívidas y reales. Por eso andaba como distraído.
Pasaron muchos días. Hasta que una tarde Francisco, volvió a escuchar la antigua y desgastada voz del abuelo Pedro.
- Había otro que también mataba tigres - dijo el viejo, mientras un extraño brillo metálico iluminaba su mirada lacrimosa.
- Era un tal Juan Milberg, que era dueño de la estancia el Rincón. Ese también se les animaba a los Tigres. Con trampas o de a cuchillo, Don Juan también se les animaba - El viejo hizo un extraño gesto con la mano temblorosa y Francisco temió una vuelta al silencio irremediable.
- Pero el más cojudo fue otro Juan, Juan Rojas, El Gambao, mi padre. ¡Ese sí que se animaba! Y nos obligo a animarnos a mí y a mi hermano Juan Francisco. A los tigres los buscábamos con los perros y los matábamos a cuchillo. ¡Él, el Gambao, nos obligó a animarnos! El viejo hizo un nuevo silencio, pero el brillo acerado de su mirada continuó emitiendo extraños fulgores.
- Matamos muchos tigres. Después de las inundaciones venían boyando en los camalotes. Matamos tantos que creímos que se habían acabado.
-Cuando ya casi habíamos perdido el hábito, nos avisaron de uno que rondaba cebado por un arroyo que andaba por ahí cerca del río Las Conchas. Cuando a Juan Francisco le despanzurró nuestro mejor perro, comprendimos que esa era tarea para el Gambao- Con la vista fija en el horizonte el viejo respiró profundamente.
- Nos costó encontrarlo. Perdimos el rastro cerca de los humedales del río Las Conchas. Los perros anduvieron como extraviados por un tiempo. Pero el Gambao era como que los olía a los tigres. Cambiamos dos o tres veces la senda hasta que la perrada volvió a animarse. Lo encontramos por el lado de la estancia de los Pacheco. Los perros lo habían acorralado en medio de un montecito de talas. Veinte metros antes de ese sitio, agonizaba el cimarrón compañero inseparable de nuestro padre. Cuando al Gambao echó pié a tierra cuchillo en mano, supimos de su decisión de enfrentar solo al último tigre. En ese punto hasta los perros dejaron de ladrar- exhausto el viejo hizo una pequeña pausa.
-Después de aquel día fue que empecé a soñar con los tigres. Los soñé mucho y durante mucho tiempo. Debe ser por eso, por tanto que los soñé, que a este pago empezaron a llamarlo el Tigre- Después de decir esto, el abuelo pareció sumirse en un profundo sopor. Francisco, no obstante ser un niño, comprendió que el viejo Pedro Pablo Rojas, hijo de Juan Rojas, el Gambao, había vuelto a pactar con el silencio, esta vez quizás para siempre.
De Ricardo A. Barbieri, para EL TIGRE VERDE.
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